domingo, 17 de junio de 2012

Novilunio

Artémis, rey y alquimista, vivía presa de una enfermedad que le obligaba a pasar las noches despierto y los días bajo la protección de unas gruesas cortinas que no dejasen paso a la luz del sol. De ahí que su piel fuese tan pálida como la luna, satélite del cual se había enamorado. Noche tras noche le rezaba, pedía a gritos una compañera, alguien con quien pasar las vacías y crueles noches, lloraba y pedía, mientras bebía de su copa de vino.

Poseía inteligencia y grandes riquezas. Era muy atractivo, el mundo nunca había albergado unos ojos tan bellos como los suyos. No obstante las mujeres nunca quisieron visitar su lecho, ellas veían a un loco encerrado en su castillo, buscando la fórmula para poseer el elixir de la vida. También, culpa de su enfermedad, de su delicada piel, las ancianas le llamaban 'el rey vampiro', un vulgar rumor, que no hacía justicia a la verdad, sin embargo, las jóvenes ingenuas lo veían como otra razón para no querer visitar sus aposentos, aumentando así, la angustia del rey.

La soledad estaba acabando con la alegría de Artémis, hacía años que no sonreía, la bebida había pasado a ser su fiel compañera mientras se tendía en sus vastos jardines a hablarle a la luna. Sus sirvientes se compadecían de él, lo veían como a un pobre borracho, un loco vencido por el desamor. No obstante Artémis nunca abandonó su ritual, siempre acudía a su cita con su reina albina, ni el frío ni la lluvia podrían retenerle lejos de la pálida luz de la luna. Pasaron los años y Artémis jamás desistió.

No renunciaba a la blanca luz que le acompañaba cada noche, como una suave caricia. Su sueño de encontrar la inmortalidad, con el tiempo, fue muriendo. Poco a poco el rey iba restando horas a sus investigaciones para regalárselas a su peculiar amor, hasta el punto en que ya no dedicaba tiempo a sus trabajos.

El 11 de Agosto de 1417, coincidiendo con el trigésimo tercer cumpleaños de Artémis, algo inimaginable ocurriría. El rey se disponía a cumplir con su charla rutinaria mas se hallaba solo aquella noche. Escrutó cada centímetro del cielo, buscó hasta donde su mirada gris le permitió, pero no encontró rastro alguno de la luna. La noche se desenvolvía oscura y vacía sin su reina. Artémis no pudo contener su angustia mientras permanecía confundido con la mirada fija en el firmamento.

Se dispuso a volver dentro de su castillo con el corazón petrificado y el alma destrozada. La única razón que le hacía mantener la calma frente a su temible soledad le había abandonado. Se tambaleó por los pasillos, intentando llegar a su habitación, intentando mantener la compostura pero las lágrimas no tardaron en besar sus mejillas. Abrió la puerta de su habitación. Alzó la mirada y ahí estaba. Una preciosa mujer, tan blanca como la nieve virgen, recostada en su cama. Sus blancos cabellos jugueteaban con la brisa que se colaba por una ventana entreabierta y sus delicadas manos se posaban suavemente en las sábanas de seda.

Titubearon sus labios pero no hicieron falta palabras. Artémis, el rey albino y Lunae, la reina nocturna, se amaron todo el tiempo que la noche pudo hacer frente al acechante amanecer. Fue un acontecimiento que el resto ciudadanos encontró novedoso, extraño y algunos incluso, terrorífico. Un cielo sin luna. Algo nunca visto hasta ese día. Minutos antes del amanecer, Lunae, dispuesta a volver a ocupar su lugar en el cielo se levantó de la cama mientras Artémis observaba cómo la pálida piel de aquella mujer parecía brillar, daba luz a la oscuridad de la habitación. Parecía tan frágil, tan pura.

  El rey suplicó a su reina que no le dejase solo otra vez. Prometió protegerla y amarla, hacerla dueña de su castillo y su corazón. Lunae colocó su mano izquierda sobre el pecho de aquel hombre que la amaba y la otra la llevó hasta rozar sus labios. Observó en sus ojos grises y pudo ver un amor incondicional, eterno. Decidió entonces establecer un acuerdo: Una vez al mes, ella abandonaría su lugar, así rey y reina pasarían una noche juntos.

Desde entonces comenzó a observarse, doce veces al año, un fenómeno en el que la luna realiza dos viajes, la vemos crecer cuando se dirige hasta su trono en lo alto del cielo, y la vemos menguar cando desciende hasta los aposentos de Artémis.

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Hoy día, la gente habla de un loco hombre, cuya tez es tan blanca como la espuma del mar, que vive en su castillo en algún lugar perdido de los Alpes Suizos. Nunca le han visto salir y jamás han visto a nadie entrar. Nadie se explica cómo es posible que hayan pasado tantas generaciones y el rey albino siga teniendo un corazón palpitante. Sólo pueden estar seguros de su existencia, cuando una vez al mes el cielo nos brinda una noche sin luna. Como su amiga, he de suponer que el rey alquimista retomó sus investigaciones y se topó con el éxito.

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