miércoles, 4 de julio de 2012

Hasta que la muerte nos separe.

He matado a un hombre sin piedad. Me colé en lo más hondo de su ser, indagué en lo más profundo de su alma, descubrí sus miedos y sus pasiones, sus virtudes y sus defectos. Nadé en el mar de sus ojos, toqué sus labios rojos con las yemas de mis dedos. Disfruté de su sonrisa todas las veces que quiso brindarme una. Escuché su voz, sus lamentos y quejas. Me deleité con su risa, su preciosa risa.

Sentí sus manos y el calor de su espalda. Jugué con su pelo al viento. Jugamos a ser una familia. Entre mentiras construimos nuestra casa y en el fondo de ella enterramos la verdad y el amor. Un amor que iba más allá de lo material, ese amor que no necesita saciarse con dos cuerpos desnudos, era un amor puro, sin fisuras. Pero al final, le maté.

Sus castaños cabellos cubrieron su rostro y sus ojos se volvieron de piedra. De su cuello brotó un río de sangre ardiente que fue cubriendo poco a poco su pecho desnudo. Sus labios temblaron intentando invocar mi nombre y un último "Te quiero, amor mío". Mi dedo índice se lo prohibió posándose suavemente en aquella boca maldita.

Le hice callar y acerqué su cuerpo moribundo al mío. Le acuné durante su último aliento. Besé su frente y canté su canción favorita. Besé sus manos y sonreí para que pudiese verlo. Besé sus mejillas y acaricié su cuello ensangrentado. Besé sus labios y le robé la vida.




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